Roma. Ellos y nosotros

Son incontables los encabezados que podemos ver diariamente donde Roma, de Alfonso Cuarón, sigue convirtiéndose en el suceso del cine nacional. Podemos leer una y otra vez cómo el director mexicano hace un emotivo “homenaje” a su empleada doméstica y nos lleva de la mano a conocer una reconstrucción esmerada y detallada de su infancia donde, literalmente, hasta los muebles que vemos en pantalla son los mismos que había en su casa.

Quizá uno de los primeros textos que no elogiaron el trabajo de Cuarón sea apenas un comentario, duro como siempre, de Malú Huacuja del Toro cuando escribió “…no necesito hacerme un nombre de las tragedias de nadie, ni me puse a entrevistar a mi sirvienta o a escribir una película de mi nana para hacerme de un gran futuro”. Sembrando así, con apenas un par de líneas, la capacidad de dudar, pues para muchos la curiosidad despierta cuando alguien, dentro de una oleada de aplausos y elogios, dice “no”.

La película es visualmente hermosa, poética y por momentos avasalladora. Aunque la narración llega a tener tropiezos, se impone el dominio del lenguaje visual. Como público es imposible no conmoverse ni conectarse con ciertas escenas y secuencias maravillosamente logradas, con las desgarradoras metáforas y giros en la historia, y las excelentes actuaciones del reparto.

Este reparo no va encaminado a la calidad visual de la cinta. Así como la película es una narración unipersonal del director sobre un pasaje de su vida, esta disertación parte desde la historia individual y familiar.

Es precisamente ahí, donde un gran sector del público abraza la cinta y toma una misma lectura a partir de cómo se identifica e interpreta la historia. Muchas personas sobrevivientes, a esa prácticamente extinta clase media, recuerdan emocionados sus coches y sus nanas. Todos tuvieron una “Cleo” que seguramente dejó su propia vida para atender la de ellos y pasan por alto el cuestionar si acaso la cinta muestra una romantización de la desigualdad, el clasismo y la esclavitud moderna. Terminan saliendo del cine sintiendo nostalgia por escuchar un afilador de cuchillos o ver un coche como el que tenían sus papás, sin ir más allá de esa nostalgia inmediata que usa la publicidad apelando a “lo bonito que fue el pasado” y sin cuestionarse qué papel jugamos, consciente o inconscientemente en una sociedad que funciona a base de desigualdades y privilegios.

Todos se confiesan recordando a sus propias empleadas como ese ser que pareciera no tuvo otro propósito en este mundo, más que haber venido de un lugar exótico (el cual ellos jamás visitarían) a contarles historias y lavarles la ropa sucia. Pero ninguno expresa qué tantos derechos laborales tenía su “Cleo”, si le pagaban aguinaldo, vacaciones o si tenía un horario laboral justo.

LA NOSTALGIA DEFINE

Otros espectadores partimos del punto opuesto, muchos somos hijos de mujeres que, al igual que la protagonista, también llegaron desde un pueblo a la Ciudad de México buscando una mejor vida y terminaron como “la muchacha” de una familia clasemediera en alguna colonia bonita de la ciudad. Somos hijos de hombres que migraron desde una pequeña comunidad donde no se habla español y que, intentando evitar que sus hijos sufrieran la discriminación y el racismo que ellos vivieron en carne propia, decidieron no enseñarnos su idioma. Nadie les dijo que poseen una riqueza ancestral y que, al ser bilingües, son doblemente sabios e inteligentes. Allí, en un cuartito de azotea, se han formado familias, igual de valiosas que las que habitan los departamentos atendidos unos pisos abajo.

Entonces nuestra nostalgia nos hará preguntarnos ¿cuántas veces nuestra familia ha sido tratada de esa forma?, ¿habrán abusado de nuestras madres en tantas maneras? Si éste es un retrato y una recreación fiel de hechos, donde el director muestra su nostalgia, nosotros encontramos injusticia, donde él habla de un homenaje a la mujer que, literalmente sacrificó su vida, su individualidad y sus derechos, vemos la exhibición de la mezquindad y el egoísmo con el que ella fue explotada.

¿Es entonces ésta la única manera en que la sociedad mexicana acepta una historia de una mujer indígena?, ¿sólo si es abnegada, sumisa y por supuesto “sirvienta”? ¡Casi como una telenovela!

¿Es esta exhibición de la desgracia una reivindicación?, ¿es una toma de conciencia?, ¿una disculpa?, ¿o solamente una añoranza nostálgica personal y un autohomenaje del director? No hay dilema, su familia fue abusiva con su empleada, como lo son casi el cien por ciento de las familias que pueden pagar sirvientes. Resulta aterrador el retrato que hace de la pobre nana: una triste mujer que tuvo que soportar la histeria de una familia insensible y egoísta que la arrastró con su propia infelicidad y tragedia, cuya “libertad” sólo alcanzó para salir al cine y a la alameda, en domingo, seguramente.

¿Cómo encontramos ese supuesto cariño y esa alianza “patrona – empleada” que describen algunos reseñadores del filme? Si somos generosos, diremos que ella fue tratada como un ser sometido y sin voluntad ni poder sobre ella misma, casi como una niña pequeña. Y si somos más críticos, como una mascota más.

JUSTICIA

Basta saber que sus patrones ni siquiera conocían su apellido, que se le permitía sentarse a ver la televisión junto a ellos, pero en un cojín en el piso, por supuesto. Que la llevaron de “vacaciones” sin que pudiera negarse.

¿Eso es cariño?, ¿esa es la dignidad? Quienes tienen o tuvieron los recursos para pagar sirvientes posiblemente encuentren exagerados estos cuestionamientos porque, de nueva cuenta, al abordar el tema desde la comodidad de la clase social en la que están sentados, volverán a ver a sus nanas y empleadas como mujeres desgraciadas que tuvieron la “suerte” de encontrar patrones buenos y justos. Y muchos pensarán que esa bondad y justicia se traduce en que a su muchacha le permitan comer lo mismo que ellos y que su generosidad es tanta que les “regalan” a sus críos la ropa y juguetes viejos que sus hijos van dejando al crecer.

Habremos de decirles entonces, una y otra vez que no, eso no es bondad, la caridad y la limosna no son sinónimos de justicia, por qué siempre establecen que quien está arriba decidirá el destino de quien está abajo. Justicia es que ninguna mujer u hombre indígena tenga que ser sirviente de nadie para poder “vivir” medianamente. Justicia es que una mujer indígena pueda ser candidata a la presidencia de mi país si así se lo propone. Justicia es, simplemente y llanamente, que las mujeres y hombres indígenas puedan ser lo que ellas y ellos quieran ser, compartiendo derechos y libertades. Sin miedo, sin temor.

Si la película ha de servir para algo, además de que Alfonso Cuarón se gane más premios internacionales y más millones en su cuenta bancaria, que sea para denunciar y decir que no podemos permitir más historias como la narrada en ella. Que si alguien, entre muchas posibilidades, elige ser un sirviente, sea por convicción, no porque su condición social y económica lo obligue. Que quienes han sido silenciados puedan narrar con voz propia. Nuestras historias tendrían que ser contadas por nosotros, quienes hemos padecido la injusticia y el abuso del poderoso, no por quienes lo han ejercido sobre nosotros y lo siguen perpetuando día con día.

Cuando esa desigualdad sea un recuerdo del pasado, sonreiremos al escuchar la palabra “homenaje”. Mientras tanto, quienes vivimos abajo, limpiamos sus albercas, cargamos sus maletas en el aeropuerto y les servimos el desayuno, diremos que no queremos ser sus sirvientes ni acompañarlos en sus vacaciones para cuidar a sus hijos, mucho menos apagar el fuego mientras ellos celebran, contemplan el incendio y sostienen sus copas. Nuestras vidas y anhelos no caben en un cuarto de azotea ni en una película hecha por el patrón.


Este texto fue publicado en la revista Siglo Nuevo del periódico El Siglo de Torreón el pasado sábado 29 de diciembre de 2018.

Publicar un comentario

0 Comentarios